11.11.11


Los ángeles habitan entre nosotros, purgando su condena infinita, pero son seres extraordinarios y hermosos. Huelen a jardines secretos o a hierba cortada, su voz es como el rumor de la hojarasca, en otoño, y su mirada apenas se detiene en las cosas.

Están condenados a la inmortalidad. Los mensajeros de la muerte, que son seres meticulosos y reflexivos, les eluden cuidadosamente sin mirarles a los ojos. Se asemejan a la sombra de una persona delgada e impaciente, desprendida de su origen, y se ocultan entre las sombras reales del mundo. Van y vienen, inquietos y atareados.

Los ángeles surcan la historia como peregrinos penitentes.

Las almas aletean como mariposas cautivas, y ellos pueden entender su lenguaje. Perciben nuestras intenciones, porque pueden descifrar el rumor de las semillas de nuestro actos mientras aún están germinando. Los ángeles son amables y apacibles, pero no toleran la agresión a la pureza y su furia es devastadora.


"La inmortalidad es un mar sin orillas, y el inmortal es un navegante ciego, un viajero sin puertos"



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19.12.10


"Cuando la nave apareció en el horizonte la muchedumbre emitió un murmullo de asombro, porque Excato había ordenado cubrir de pan de oro toda la superficie de la embarcación, e incluso las velas y los cabos habían sido embadurnados con polvo de oro mezclado con grasa aromática. El barco se llamaba Sol Naciente. La multitud, atónita, contempló aquella devastadora ostentación de poder que era conmocionante incluso para los romanos, sobre todo para los más jóvenes, que no habían convivido con los excesos de Calígula y estaban habituados a la prudencia y a la frugalidad de Claudio. Cuando la chalupa atracó en el muelle desembarcaron primero los ocho guerreros muertos, que ahora vivían con el alma de Excato y que se abrieron en abanico caminando como fantasmas. El ángel descendió el último, detrás de los imponentes gigantes armados de sus lanzas colosales, y el emperador en persona le dio la bienvenida a Roma. El desfile fue tan fastuoso que se recordó durante decenios. Los fantasmas ciegos arrojaban puñados de perlas, y los hombres de la guardia lanzaban al aire finísimas láminas de oro puro recortadas en forma de hojas de manzano, que el viento elevaba caprichosamente como un enjambre de sueños sin dueño."

Capítulo 18. "Sueños sin dueño".


5.1.08



Excato combatió después en la guerra civil y sufrió numerosas heridas, pero no encontró la muerte. La noche antes de la batalla de Tapso, intuyendo que era una de sus últimas ocasiones, le pidió a Julio César como un favor especial que le permitiera combatir con los galos de la V Legión, la alaudae, que tenían como misión enfrentarse a los pavorosos elefantes de guerra del ejército senatorial.


Sin embargo, la mirada de dolorosa incomprensión y de furiosa renuncia que percibió en los ojos de uno de aquellos soberbios animales, un poco antes de que lo remataran a lanzazos, abatido ya en el suelo a causa de numerosas heridas, le traspasó el corazón como una puñalada traicionera. Siguió luchando con los ojos arrasados de lágrimas, a causa del súbito e inesperado acceso de compasión, y después de la batalla se dio cuenta de que se estaba volviendo loco a causa de los conflictos que le originaba su dualidad. La inocencia intrínseca del animal, su inteligente mirada de desconcierto y de dolor y su súplica casi infantil de misericordia le rasgaron al ángel el equilibrio psíquico.




Combatió por última vez bajo el mando de César en la terrible batalla de Munda, en el sur de Hispania. Fue una batalla horrenda, en la que se enfrentaron trece legiones pompeyanas contra ocho cesarianas, en una lucha desesperada y brutal, sabedores todos de que el destino de aquella larga guerra se decidiría ese día. Durante horas, ambos ejércitos se batieron como titanes cegados por la cólera y dispuestos a desangrarse antes que ceder al embate del rival. Excato luchó con los galos de la V Legión, a la que pidió ser trasladado después de Tapso, pues se sentía hermanado con su rudo pero férreo concepto de la lealtad. A las alondras les fue asignada la misión casi suicida de sostener el extremo izquierdo de la línea cesariana, a pesar de la terrible presión que allí ejercían los pompeyanos, que contaban con romper el flanco enemigo gracias a su superioridad numérica.


El número de bajas fue espantoso, y durante mucho rato el propio Julio César creyó que iba a perder la batalla y llegó al extremo de adelantarse a combatir junto a sus hombres. Excato se acercó a los límites del paroxismo y no dejó de luchar ni aún después de sufrir una profunda herida en el rostro, por la sencilla razón de que ni siquiera era consciente de estar desangrándose. El flanco izquierdo resistió, y en el otro extremo de la batalla, la mítica décima Legión acabó por hacer peligrar la línea pompeyana. Por esta razón, el hijo de Pompeyo, Cneo, ordenó retirar una de las legiones que presionaban a la V para enviarla a reforzar la lucha contra la X. Esta decisión le costó la victoria y la guerra, puesto que César había previsto la maniobra pompeyana y, en ese momento, envió al grueso de su caballería, que ya estaba preparada, para que se abalanzara por el hueco antes de que éste volviera a cerrarse. El ataque por la retaguardia de los brutales jinetes númidas del rey Bogud, el aliado africano de César, decidió la contienda. Los pompeyanos se retiraron hacia la ciudad de Munda, que fue inmediatamente sitiada. Los galos de la V que habían sobrevivido colocaron los cadáveres pompeyanos apoyados en los terraplenes, mirando hacia los sitiados, rescatando el antiguo rito guerrero de sus antepasados.

Excato se licenció con honores. Eran tantas sus cadenas de honor y sus condecoraciones que el cofre donde las guardaba hacía gemir las tablas del suelo del minúsculo cuarto donde vivía, en un modesto edificio de varias plantas. No tardó en convertirse en un alcohólico amargado. Furio le tomó bajo su protección, aunque su intenso afecto apenas podía compensar la profunda enajenación del ángel. El día que asesinaron a César, Excato se embriagó brutalmente y provocó una salvaje pendencia con unos marineros cretenses en el barrio portuario de Ostia. Uno de ellos le apuñaló por la espalda y Furio tuvo que cuidar nuevamente de él. Por las lágrimas de sangre que vertió sumido en sus delirios, el romano supo que el ángel volvía a ser inmortal.


Capítulo 17. Los límites del mundo


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4.1.08

Zalambo

Zalambo

Dedicado a Doña Bosco


Zalambo era un esclavo sirio de mirada oceánica y antigua, que se movía por el mundo como el viento de la costa, esa brisa amable y cálida que acompaña a los pescadores a puerto cuando cae la tarde.

Era músico y poeta, y en sus versos y su música habitaba la magia.

También era guerrero, y la muerte le obedecía.

Su alma olía a incienso y a flores extrañas, y la gente le amaba.

La fama de su fortaleza física y de sus extraños atributos llegó a Palacio, y la reina Palmira le reclamó para su corte.

Caminaba a la cabeza de su fastuoso e interminable séquito, delante de los elefantes castrados cubiertos de polvo de oro, los tigres blancos, los guerreros africanos muertos, que desfilaban como fantasmas ciegos, y la gigantesca pecera montada en una carroza de ébano, donde una pareja de ancianas carpas del tamaño de delfines jóvenes, con aros de oro en las agallas, observaban impasibles a la multitud con su mirada de color sangre.

Su cuerpo perfecto y enorme se convirtió en una sombra de la diminuta y bellísima reina.

En una ocasión, durante la fiesta del nuevo sol, uno de los mauritanos de la Guardia Real se abalanzó sobre Palmira empuñando su arpón de madera.

Zalambo interpuso su brazo, que el arpón atravesó limpiamente, y a continuación abrazó delicadamente al traidor y lo asfixió hasta matarlo, susurrándole delicadas e incomprensibles frases como un padre reprendiendo dulcemente a su primogénito.

Eso decían de él; que tenía el Don en sus palabras. Con ellas penetraba en las almas y las acariciaba.

Podía ser un impetuoso león negro del atlas, que somete dulcemente la fuerza de su hembra mientras le sujeta la nuca, y podía ser la ladina serpiente real, que se enrosca suavemente alrededor del cuerpo y el espíritu e hipnotiza con su mirada.

Su lengua alargada y sabia conocía los antiguos secretos de la piel.

El alma de Palmira vibraba y se entregaba, y su cuerpo esclavizado la seguía obediente, sintiendo cómo la vida se le escapaba en diminutas lágrimas de felicidad.

Un día se levantó un extraño viento que venía directamente del mar, arrastrando un suave polvo encarnado.

Zalambo salió al patio de las carpas y sintió cómo su alma tiraba de él.

“Debo acompañar al viento”, le dijo a Palmira. “Si intentas retenerme mi alma partirá de todas maneras”, le advirtió dulcemente.

Se adentró en las montañas, como una brisa, y nunca más supieron de él.

Palmira le lloró templadamente durante el resto de sus días, pero su alma quedó en calma, pues cada otoño la brisa encarnada acompañaba las dulces palabras de Zalambo hasta la colina del Palacio. Hasta el fin de sus días era posible verla en la terraza de las carpas, al anochecer, envuelta en su manto y hablando con el viento.






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