Excato combatió después en la guerra civil y sufrió numerosas heridas, pero no encontró la muerte. La noche antes de la batalla de Tapso, intuyendo que era una de sus últimas ocasiones, le pidió a Julio César como un favor especial que le permitiera combatir con los galos de la V Legión, la alaudae, que tenían como misión enfrentarse a los pavorosos elefantes de guerra del ejército senatorial.
Sin embargo, la mirada de dolorosa incomprensión y de furiosa renuncia que percibió en los ojos de uno de aquellos soberbios animales, un poco antes de que lo remataran a lanzazos, abatido ya en el suelo a causa de numerosas heridas, le traspasó el corazón como una puñalada traicionera. Siguió luchando con los ojos arrasados de lágrimas, a causa del súbito e inesperado acceso de compasión, y después de la batalla se dio cuenta de que se estaba volviendo loco a causa de los conflictos que le originaba su dualidad. La inocencia intrínseca del animal, su inteligente mirada de desconcierto y de dolor y su súplica casi infantil de misericordia le rasgaron al ángel el equilibrio psíquico.
Combatió por última vez bajo el mando de César en la terrible batalla de Munda, en el sur de Hispania. Fue una batalla horrenda, en la que se enfrentaron trece legiones pompeyanas contra ocho cesarianas, en una lucha desesperada y brutal, sabedores todos de que el destino de aquella larga guerra se decidiría ese día. Durante horas, ambos ejércitos se batieron como titanes cegados por la cólera y dispuestos a desangrarse antes que ceder al embate del rival. Excato luchó con los galos de la V Legión, a la que pidió ser trasladado después de Tapso, pues se sentía hermanado con su rudo pero férreo concepto de la lealtad. A las alondras les fue asignada la misión casi suicida de sostener el extremo izquierdo de la línea cesariana, a pesar de la terrible presión que allí ejercían los pompeyanos, que contaban con romper el flanco enemigo gracias a su superioridad numérica.
El número de bajas fue espantoso, y durante mucho rato el propio Julio César creyó que iba a perder la batalla y llegó al extremo de adelantarse a combatir junto a sus hombres. Excato se acercó a los límites del paroxismo y no dejó de luchar ni aún después de sufrir una profunda herida en el rostro, por la sencilla razón de que ni siquiera era consciente de estar desangrándose. El flanco izquierdo resistió, y en el otro extremo de la batalla, la mítica décima Legión acabó por hacer peligrar la línea pompeyana. Por esta razón, el hijo de Pompeyo, Cneo, ordenó retirar una de las legiones que presionaban a la V para enviarla a reforzar la lucha contra la X. Esta decisión le costó la victoria y la guerra, puesto que César había previsto la maniobra pompeyana y, en ese momento, envió al grueso de su caballería, que ya estaba preparada, para que se abalanzara por el hueco antes de que éste volviera a cerrarse. El ataque por la retaguardia de los brutales jinetes númidas del rey Bogud, el aliado africano de César, decidió la contienda. Los pompeyanos se retiraron hacia la ciudad de Munda, que fue inmediatamente sitiada. Los galos de la V que habían sobrevivido colocaron los cadáveres pompeyanos apoyados en los terraplenes, mirando hacia los sitiados, rescatando el antiguo rito guerrero de sus antepasados.
Excato se licenció con honores. Eran tantas sus cadenas de honor y sus condecoraciones que el cofre donde las guardaba hacía gemir las tablas del suelo del minúsculo cuarto donde vivía, en un modesto edificio de varias plantas. No tardó en convertirse en un alcohólico amargado. Furio le tomó bajo su protección, aunque su intenso afecto apenas podía compensar la profunda enajenación del ángel. El día que asesinaron a César, Excato se embriagó brutalmente y provocó una salvaje pendencia con unos marineros cretenses en el barrio portuario de Ostia. Uno de ellos le apuñaló por la espalda y Furio tuvo que cuidar nuevamente de él. Por las lágrimas de sangre que vertió sumido en sus delirios, el romano supo que el ángel volvía a ser inmortal.
Capítulo 17. Los límites del mundo