Los ángeles habitan entre nosotros, purgando su condena infinita, pero son seres extraordinarios y hermosos. Huelen a jardines secretos o a hierba cortada, su voz es como el rumor de la hojarasca, en otoño, y su mirada apenas se detiene en las cosas.
Están condenados a la inmortalidad. Los mensajeros de la muerte, que son seres meticulosos y reflexivos, les eluden cuidadosamente sin mirarles a los ojos. Se asemejan a la sombra de una persona delgada e impaciente, desprendida de su origen, y se ocultan entre las sombras reales del mundo. Van y vienen, inquietos y atareados.
Los ángeles surcan la historia como peregrinos penitentes.
Las almas aletean como mariposas cautivas, y ellos pueden entender su lenguaje. Perciben nuestras intenciones, porque pueden descifrar el rumor de las semillas de nuestro actos mientras aún están germinando. Los ángeles son amables y apacibles, pero no toleran la agresión a la pureza y su furia es devastadora.
"La inmortalidad es un mar sin orillas, y el inmortal es un navegante ciego, un viajero sin puertos"
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